Grandes pasiones argentinas
Pancho Ramirez
& La Delfina: un amor de leyenda
El fue un líder indiscutido en Entre Ríos, donde lo
llamaban El Supremo. Los orígenes de ella eran tan inciertos como seguras su
valentía, su belleza y su audacia. Vivieron un romance en el que no faltó
ninguno de los ingredientes propios de los grandes mitos pasionales, incluida
la muerte trágica del héroe
Foto: Ilustración de Huadi
Es 28 de junio de 1839: un día de
invierno en Arroyo de la China (actual Concepción del Uruguay).
Acaso es también un día de fiesta (aunque
amarga y secreta) para Norberta Calvento, la señorita cuarentona que oye, desde
la sala, el paso demorado de un ataúd.
Sus ropas
de luto no se deben por cierto a la muerta reciente que transita sobre la calle
despareja. Desde hace dieciocho años, viste de negro por un hombre que le
pertenecía y que esa muerta próxima supo robarle con descaro. Ahora tiene el
consuelo de ver pasar, como reza el proverbio árabe, el cadáver de su enemiga.
Tampoco ésa, la extranjera, ha tenido derecho, ni legal ni celestial, a
llamarse viuda. "¿Pero es que le habría importado eso a la manceba?",
se tortura Norberta. Las noticias del día siguiente la desalientan por
completo. La Delfina ha muerto a solas, anticipándose al tango, "sin
confesión y sin Dios, crucificada a su pena, como abrazada a un rencor".
Nada debió de inquietarle la bendición de un fraile
la que se animaba a presentarse ante el Supremo de
los Supremos tan arrogante y desnuda de toda protección como se había
presentado una vez ante el Supremo Entrerriano. Si algo faltaba para cerrar el
círculo de un melodrama ejemplar, la misma Norberta se encargaría de proveerlo
años más tarde, cuando, por su expreso pedido, sería amortajada con el traje de
bodas cosido en vano para su casamiento.
Pocas historias cumplen, en efecto, los requisitos
de la pasión romántica con la perfección del ya legendario amor entre el
caudillo Francisco Ramírez y su cautiva portuguesa, por todos conocida como La
Delfina. Hay un héroe indiscutido (Ramírez)
que, como deben hacerlo los amados de los dioses,
muere joven; hay una mujer fatal (Delfina), tan bella como enigmática, que lo
lleva involuntariamente a la muerte. No faltan dos personajes secundarios que
completan el episodio: una víctima inocente de la gran pasión (Norberta, la
novia abandonada) y un presunto traidor al héroe, por ambición y celos (el
entonces coronel Lucio Norberto Mansilla).
Se trata de
un amor entre enemigos, y también entre un Príncipe y una Cenicienta. Un amor
que ignora bandos y jerarquías, que rompe convenciones, que lleva su desafío
hasta el último extremo.
El héroe. Ramírez era hijo de familia decente, de
recursos. Su padre, Juan Gregorio, paraguayo, marino fluvial y propietario
rural; su madre, Tadea Florentina Jordán, nativa de la provincia, dueña también
de algunos campos. Leandro Ruiz Moreno sostiene que por la rama paterna se
hallaba emparentado con el marqués de Salinas, y por la materna, con el virrey
Vértiz y Salcedo. Más allá de estos encumbrados antecedentes, lo cierto es que
Francisco Ramírez fue ante todo hijo sobresaliente de sus propios actos. Pasado
ya el furioso fervor liberal y porteño contra los caudillos provincianos, que
animó, entre otros, los textos de Vicente Fidel López, bien pueden verse hoy en
esos actos también virtudes cívicas y civilizadoras no reconocidas antes, como
ocurre con la ley de enseñanza primaria obligatoria, la fundación de escuelas,
los avances en la institucionalización política de la Mesopotamia argentina.
Pero para la construcción de su mito no son tales
aportes, sin duda encomiables, los que cuentan. Desde su temprana actuación, a
los veinticuatro años, como chasqui de la Independencia,
en los
albores de la Revolución de Mayo, lo que distingue a Ramírez entre otros es su
clarividente valentía y la suerte prodigiosa que acompaña sus empresas. Sabe disciplinar
a los propios, emboscar y sorprender a los ajenos. Es él quien arrea todo el
ganado que encuentra al paso, y se acerca a Buenos Aires, envuelto en polvo,
fragores y bramidos, desconcertante, temible, sin que se sepa cuántos hombres
comanda realmente. Es él quien ordena el cruce del Paraná, de noche, y hace
nadar a los soldados gauchos asidos a la cola de los caballos para tomar, al
día siguiente, la ciudad de Coronda. El, también, quien vence siempre, aun con
tropas diezmadas; quien confunde el sendero del enemigo, o lo apabulla con un
coraje ostentoso, hasta la última y definitiva batalla, que será también su
primera derrota.
Cuando conoce a Delfina aún es aliado del
santafecino Estanislao López
y de
Gervasio Artigas,
en contra del Brasil y de Buenos Aires. Después de
ganar en Cañada de Cepeda, en 1820, López y Ramírez entran en la ciudad del
Puerto, pero no abusan de su triunfo. Su escolta es reducida y no se muestran
proclives a la exhibición afrentosa ni a las indiscriminadas represalias
(Ramírez acaba de perdonarle la vida a su primer jefe, el director supremo
Rondeau, a quien descubre oculto en unos pajonales). Su único gesto de barbarie
(o, simplemente, de afirmación victoriosa) es atar sus caballos a las rejas de
la Pirámide de Mayo. Suscriben, con Buenos Aires, el Tratado del Pilar, a
costa, para Ramírez, de un nuevo enemigo: Artigas, que le declara la guerra por
no haber sido consultado a tal efecto.
Aunque el caudillo oriental sale perdedor en la
contienda, pronto el entrerriano se encontrará completamente solo: en 1821,
roto el Tratado del Pilar, López pacta con Buenos Aires, que ya tiene otros
gobernantes. Podría decirse, sin embargo, que la soledad de Ramírez es la de la
gloria, o la que le decreta la envidia de sus rivales. Por un abrumador
plebiscito, Don Pancho es consagrado gobernador supremo de la República
Entrerriana, que reúne las actuales Entre Ríos, Corrientes y Misiones. ¿Un
reino propio, como aventura el poeta Enrique Molina? Sólo en algunas
exterioridades fastuosas, porque El Supremo piensa en constituciones modernas,
sin monarcas. Esto no le impide entrar en Corrientes con esplendor: bien
vestidos (ha mandado hacer uniformes para todos sus hombres en Buenos Aires)
él, los suyos y La Delfina, que gasta traje de oficial y chambergo con la misma
pluma de avestruz que rubrica el escudo de la nueva república.
En las galas de sociedad Delfina, no obstante,
sabrá cambiar el chambergo por las flores y la peineta, y el sable por el
abanico. Luego, en el campamento de La Bajada, donde habrá bailes, títeres,
juegos de naipes, riña de gallos, carreras y hasta corridas de toros, dejará el
abanico por la guitarra en la que –dicen– es diestra. Hacen bien en multiplicar
expansiones y dispendios. Aún no lo saben, pero a su pasión pública le quedan
pocas horas de fiesta.
La mujer fatal. La Delfina es un personaje definido
mucho más por las incertidumbres que por las certezas. Ni siquiera se sabe si
Delfina corresponde a un nombre o a un apellido (se la ha llamado también María
Delfina). Su origen familiar, su posición social, han sido objeto de
fluctuaciones similares: si unos la creen hija bastarda de un virrey brasileño,
otros la suponen humilde recogida por una familia estanciera. Hay quien dice
que marchó a la campaña contra Artigas siguiendo, fraternalmente, a un miembro
de esa misma familia, mientras que otras voces menos corteses la toman por ramera,
o la hacen amante de algún oficialito. Hasta su belleza (de consenso indudable)
está signada por lo impreciso. Como ocurre con Francisco Ramírez, nadie sabe a
ciencia cierta si fue rubia o morena, blanca o mestiza. Alguno (el poeta
Molina) le atribuye voz de sirena criolla y destrezas musicales.
No se sabe si alcanzó también el desahogo de
expresarse en letra escrita. Criada en el campo, en Rio Grande do Sul, acaso ni
siquiera haya cursado la enseñanza primaria, la única que se les impartía
incluso a los varones, aunque fuesen hijos de familias acomodadas, como el
propio Ramírez.
Otro rasgo de La Delfina es indiscutible: era una
mujer valiente de puertas afuera (porque también hubo muchas y anónimas
guerreras domésticas que en las más duras adversidades sostuvieron, ellas
solas, sus familias). Su valor era llamativo, exhibicionista. Amaba los
uniformes vedados a su sexo y los lucía, según parece, con gallardía
inolvidable. No eran sólo una forma elegante de travestismo, sino verdadera
ropa de trabajo: acompañó a su Pancho como coronela del ejército federal en
todas las batallas, aunque esa dulce compañía le significó a su amante la
muerte. Delfina aparece en este sentido como contrafigura de otra guerrera:
doña Victoria Romero de Peñaloza, más eficaz que ella en las lides militares, y
que por salvar (con éxito) a su marido, el Chacho, recibió la herida en la
frente inmortalizada por la copla popular.
¿Por qué, siendo su cautiva y virtual esclava, se
enamoró de Ramírez, y por qué éste, dueño todopoderoso, la convirtió en reina
sin corona? Mucho se ha escrito sobre el estado de cautiverio femenino: crónico
y también fundacional en la especie humana, donde el sexo, con el
extraordinario poder de gestar y reproducir (y por ello reducido a la
subordinación y el control), fue siempre botín de las guerras y prenda de las
alianzas. Susana Silvestre, en su biografía amorosa de la singular pareja,
dedica páginas lúcidas a la historia de las cautivas rioplatenses, mediadoras,
con su cuerpo, entre dos mundos. Podemos suponer que a ella no le fue difícil
dejarse encantar por Ramírez, hombre joven, en el cenit de sus talentos y de su
buena estrella, cuyo carácter "despejado y audaz, amplio y
prestigioso", con "algo de artista", es reconocido incluso por
Vicente F. López. Las prendas personales del caudillo y la oportunidad de un
fulgurante ascenso hacia el poder y la gloria, marchando y mandando a su lado
como si fuera un hombre, debieron de mezclársele en una irrestistible combinación
afrodisíaca. Y Ramírez, ¿qué vio en Delfina? Para que una modesta cuartelera
presa lograra encadenar a un varón que podía disponer de todas las mujeres, y
hacerle olvidar sus serios compromisos matrimoniales con la hermana de un amigo
íntimo, debió de ser algo más que un cuerpo atractivo y una sensualidad bien
dispuesta. Dulzura (la de la música, la de su lengua madre) habría, sin duda,
en ella; no la pasividad o la excesiva facilidad, que matan el deseo. Cautiva,
pero brava seductora; sin remilgos, aunque orgullosa en su indefensión,
seguramente supo darse exigiendo, y ganó la batalla con Ramírez desde el primer
encuentro, cuando el placer total, correspondido, borró la asimetría entre
vencedor y vencida, y los dos fueron, uno del otro, prisioneros.
El traidor. En todo humano paraíso hay una
serpiente,
y ese papel
parece tocarle aquí a don Lucio Norberto Mansilla, futuro padre de Eduarda y de
Lucio V., entonces un joven coronel porteño con mundana cultura y sólidos
conocimientos técnicos que puso, durante un tiempo, al servicio de Ramírez.
Horacio Salduna, biógrafo del Supremo Entrerriano, le achaca a Mansilla la
responsabilidad mediata de su catastrófico final.
Los dos hombres habían entrado en contacto durante
las hostilidades entre Artigas y Ramírez, después de 1820. Mansilla colabora
con sus trescientos cívicos y queda sellada una amistad marcial que no será
duradera. Cuando Buenos Aires y López se vuelven contra Ramírez, que prepara
–nada menos– una gran campaña con el fin de recuperar el territorio paraguayo
para la Argentina, Mansilla se echa atrás, argumentando que no desenvainará la
espada contra su ciudad de nacimiento. Ramírez acepta esta disculpa plausible,
aunque le solicita que al menos conduzca a la infantería desde Corrientes hasta
Paraná. Mansilla acata, pero no cumple. Su defección priva a Ramírez de las
fuerzas imprescindibles para enfrentar a López, a Bustos y a Lamadrid y lo
precipita hacia la ruina.
Salduna considera premeditada la traición de
Mansilla, que se habría comportado desde el comienzo como infiltrado porteño.
Buenos Aires y Santa Fe lo ayudarán, luego de la muerte de Ramírez, a coronar
ambiciones personales con el cargo de gobernador de Entre Ríos. A la codicia
política se habría sumado otra de distinto orden: Mansilla deseaba, también,
los favores de La Delfina, como lo prueba la correspondencia intercambiada con
el comandante Barrenechea, al que, ya desaparecido Ramírez, envía –inútilmente–
como celestino.
El final: los testimonios próximos al hecho y la
memoria popular sostuvieron siempre que Francisco Ramírez murió en el intento
de salvar a Delfina de la partida enemiga que la había echado en tierra y
comenzaba a desnudarla. Aunque hubo intentos de atribuir su muerte a otros
motivos, se han desacreditado detalladamente estas pretensiones.
Después de que muriera, Ramírez fue decapitado y su
cabeza, embalsamada, conoció en Santa Fe el escarnio público. Su amada logró
volver a Arroyo de la China, donde lo sobrevivió por dieciocho años. Susana
Poujol (La Delfina, una pasión) la imagina prisionera (al final, voluntaria) de
la novia olvidada, Norberta Calvento, unidas ambas por el recuerdo y la
soledad. Quizá no estuvo tan sola; después de todo (la carta de Barrenechea a
Mansilla hace suponer que la cercaba, al menos, un cortejante), pero no se casó
ni engendró hijos, y no intentó, tampoco, volver a su tierra natal.
Tal vez en toda esta historia de amor y muerte haya
una insospechada ganadora encubierta: Norberta, cuyo deseo, por incumplido,
nunca pudo gastarse. Como la Magdalena de El ilustre amor (Mujica Lainez),
también, acaso, llegó a la tumba como un ídolo fascinador, envuelta en el
vestido blanco de la única que pudo llamarse novia del Supremo Entrerriano.