miércoles, 12 de diciembre de 2012

ROSITA CAMPUZANO



Conozca la historia de Rosa Campusano, la espía y amante del libertador José de San Martín



Con su personalidad liberal, apasionada, seductora, pero a la vez tierna, la mujer nacida en Guayaquil


—cuando aún pertenecía al Virreinato del Perú— atrajo la atención del gen. Durante un año y medio la Ciudad de los Reyes los vio juntos, a veces de la mano en alguna fiesta, pero muchas otras a escondidas, cuidando siempre las apariencias. Con su personalidad liberal, apasionada, seductora, pero a la vez tierna, Rosa Campusano Cornejo atrajo la atención del general José de San Martín.



Como cuenta la escritora argentina Silvia Puente en su libro “La mujer de San Martín en Lima”, ella tenía 25 años y él 43 cuando se vieron por primera vez en 1821, aunque para entonces la muchacha ya se había hecho conocida por las cartas que le enviaba al libertador y que no eran precisamente de amor.
Campusano se había convertido en una de las espías patriotas más audaces, al igual que Manuelita Sáenz, amante de Simón Bolívar. Tapadas de pies a cabeza, con un solo ojo descubierto, recorrían calles, plazas y mercados de la ciudad repartiendo propaganda independentista, que escondían en su cuerpo.


Su casa de la calle San Marcelo, barrio de “La Perricholi” y de Sáenz, ubicada en lo que es hoy el cine Tacna en el Centro de Lima, era el punto de operaciones. Rebelde y liberal, recibía la visita de realistas como el virrey Pezuela y el mariscal José de La Mar, de quien —cuenta la escritora argentina— se enamoró e intentó pasarlo al bando patriota. Años después La Mar llegaría a ser presidente de nuestra naciente República.
Ellos nunca se imaginaron que aquella mujer con la que compartían horas de charla e intimidad los iba a traicionar.
En 1817, a sus 21 años, Campusano dejó su tierra natal, Guayaquil —cuando aún pertenecía al Virreinato del Perú— para venir a Lima del brazo de un español acaudalado que le doblaba la edad y la llenaba de lujos, y del que se separó al poco tiempo.
Según los miembros del Instituto Sanmartiniano del Perú, es en nuestra ciudad donde se unió a la causa independentista, que le quitó su dinero, su tiempo y la llevó hasta la cárcel. Sin nada buscó refugio en Huaura y le pidió ayuda al Protector del Perú. Desde entonces, Campusano no se despegó del esposo de la porteña Remedios de Escalada.


Las noches del 28 y 29 de julio de 1821 fueron días de fiesta para el Perú y de locura para ellos. La hacienda de Mirones y el palacio virreinal fueron testigos de su pasión. Como cuenta la historia oficial, meses después el general se la llevaría a la casa campestre de La Magdalena, donde hoy queda el museo de Pueblo Libre. Aquel lugar era el único espacio donde el discreto José de San Martín podía corresponder a las provocaciones de su joven pareja sin miedo a ser descubierto.
Sin embargo, la belleza de Campusano no bastó para retenerlo por mucho tiempo. Miguel Ingunza, presidente de los sanmartinianos en el Perú, cuenta que el general tuvo que partir a Guayaquil en busca del apoyo de Bolívar, pues la situación en el país estaba muy difícil.
Sería la última vez que ella lo vería. A su regreso, San Martín ya no era el mismo, y decepcionado por el ansia de poder del venezolano, el 20 de setiembre de 1822 retornó a Buenos Aires.
Con su partida el brillo de “La Protectora”, como la llamó Ricardo Palma en sus “Tradiciones peruanas”, se opacó. Al poco tiempo, ya fuera de la vida política, reemplazó al libertador por el joven comerciante suizo Juan Adolfo de Gravert, quien se convirtió en su único esposo, pero otra vez el amor le fue esquivo.


Una década después conoció al zapatero alemán Juan Weninger, y de dicha unión nació Alejandro Weninger Campusano, su único hijo y compañero de escuela de Palma, como así lo afirma el tradicionista en sus escritos.


El genealogista peruano Jaime Velardo Prieto cuenta que el joven se dedicó a la vida militar, pero sin mucho éxito.
Sin amor y sin dinero, Rosa Campusano pasó sus últimos días en los altos de la Biblioteca Nacional, la que fundara, justamente, el general San Martin en 1821. Con 55 años encima y una hernia diafragmática que le impedía respirar, murió en brazos del único hombre que se quedó con ella hasta el final: su hijo, quien también tuvo un solitario final, ya que murió a los 35 años sin dejar descendencia.

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