lunes, 12 de noviembre de 2012

Romance de la muerte de Juan Lavalle por Ernesto Sábato y Falú



Este es el romance de la muerte de Juan Lavalle,



 la historia de la larga retirada de un hombre atormentado por el recuerdo y el infortunio –pido a los hombres y mujeres de mi patria que la escuchen con respeto, federales, unitarios–, es la historia de un soldado que cometió grandes errores, pero que luchó con coraje en ciento cinco combates



 por la libertad de este continente, de un hombre que, como tantos en esta tierra, murió finalmente en la derrota y la tristeza.

Después de muchos años de exilio, el 2 de agosto de 1840, desembarcó en San Pedro para combatir contra Don Juan Manuel de Rosas. Extraña campaña aquella porque, a medida que se adentraba en la provincia, un fantasma se agrandaba ante él, el fantasma de Dorrego.

Once años atrás, lo había fusilado





 en los campos de Navarro, en el corazón de esas pampas solitarias y queridas y añoradas en el destierro que ahora volvía a sentir bajo los cascos de su tordillo, once años atrás. Y ahora veía cómo el recuerdo de Dorrego perduraba en el corazón del paisanaje y cómo ese recuerdo brotaba en coplas que declaraban la culpa de Lavalle y presagiaban su aciago fin...

Cielito y cielo

 enlutado
por la muerte de Dorrego.
Canten guitarras la pena
por un destino tan ciego.

El paso más doloroso
que traspasó el corazón
fue ver hincado a Dorrego



pidiéndole a Dios perdón.

La tropa que iba a tirar
y ejecutar lo mandado
todos a un tiempo lloraron
sin poderlo remediar.

Cielo y cielito enlutado
por el crimen de Lavalle.
Que Dios castigue su suerte
donde quiera que lo halle.

El ánimo de Lavalle fue oscureciéndose ante el desconcierto de sus soldados

 que no comprendían por qué no atacaba Buenos Aires. El General Lavalle cavilaba. Sombríamente, arqueaba el horizonte. Sí, ahí estaban las cúpulas de sus iglesias, la ciudad por la que aquellos hombres habían venido. Aquel Buenos Aires de sus largos sueños estaba ahí, delante de sus ojos, al alcance de sus caballadas. Pero Juan Lavalle ya no cavilaba en Buenos Aires, ni en Don Juan Manuel de Rosas, sino en su antiguo compañero de armas, que el cielito dolorosamente le recordaba. Y así descendió hasta Navarro. En aquellos campos en que había sacrificado a su camarada, pasó una de las noches más angustiosas de su vida.

Luego, cuando las primeras luces del amanecer entraron al cuarto donde Lavalle velaba pensativo –el mismo cuarto en que once años atrás había firmado la sentencia de muerte– dio orden de montar y, marchando hacia el norte, dio comienzo a aquel loco peregrinaje que durará casi dos años y que estará marcado por la derrota y la desgracia. En Quebracho Herrado se inicia el desastre final y así lo dicen las coplas...

El General Lavalle
y el correntino
en el Quebracho Herrado


 
fueron vencidos.

Fueron vencidos, sí,
¡qué mala suerte!
rumbiaba ya su estrella
hacia la muerte.

El General Lavalle
y el correntino
ya marchan derrotados
por los caminos.
  



Por los caminos, sí,
¡qué mala suerte!
para encontrar la calma
sólo en la muerte.

Más tarde sufre la derrota de Famaiyá. Los restos destrozados de la legión se retiran hasta Salta y allí, una nueva desdicha: los comandantes Horno y Ocampo le comunican que han resuelto abandonarlo con sus hombres, le dicen: “Nada ya puede hacerse en la legión”, sólo cabe unir sus fuerzas al ejercito del General Paz. Ya los restos de la división correntina se alejan al galope, observados en silencio por los ciento setenta hombres que permanecen fieles a su jefe. Y cuando Lavalle les dice que a pesar de todo resistirán, se mantienen callados, mirando hacia el suelo. “Marcharemos hasta Jujuy” agrega Lavalle y aquellos soldados, que piensan que comete un mortal desatino, responden “Bien, mi General”. Porque quién ha de ser capaz de quitarle los últimos sueños al General-niño. Entonces, emprenden la marcha hacia Jujuy.


Marchan por el camino real –no, por senderos desconocidos, por el camino real– y ni siquiera son soldados ya, son seres derrotados y sucios. Algunos –muchos– ya no saben tampoco por qué combaten. Ciento setenta hombres y una mujer, porque también va al lado de Juan Lavalle, Damasita Boedo, aquella muchacha que en la ciudad de Salta decidió unir su destino al destino de esos derrotados...

Lavalle al norte cabalga,
la niña junto con él,
con ellos los caballeros
de aquella triste legión.



Poncho celeste,
¡pena en el alma!

La niña de Salta llora,
con su mano se santigua.
Dios y la virgen María
guarden al hombre que ama.

Poncho celeste,
¡pena en el alma!

Venderán duro su muerte,
son gente de gran valor.
Lavalle sueña confiado,
ellos lo van a cuidar.

Poncho celeste,
¡pena en el alma!

Piensa Miguel Pedernera
mirando a su General:
“Lavalle jefe valiente,
¿qué sueña tu corazón?”



Poncho celeste,
¡pena en el alma!

“Sueña, Lavalle, tu sueño,
sueña mi buen General,
que nunca en tan mala hora
ha cabalgado varón”.

Poncho celeste,
¡pena en el alma!

Lavalle al norte cabalga,
la niña junto con él.
Con ellos los caballeros
de aquella triste Legión.

Poncho celeste,
¡pena en el alma!

Son ya quince horas de marcha. El General va enfermo. Hace tres días que no duerme. Agobiado y taciturno, se deja llevar por su tordillo a la espera de las noticias que ha de traerle Lacasa. Las noticias del ayudante Lacasa. Pobre General, hay que velar su sueño, hay que impedir que despierte del todo. Hasta que llegue ese hombre para decir lo que ya todos se imaginan y desde lejos, silenciosos, con cariñosa ironía, con melancólico fatalismo siguen el absurdo diálogo, el informe negro: todos los unitarios de Jujuy han huido, las últimas palabras del doctor Bedoya antes de abandonar la ciudad, las palabras que manda a decir a Lavalle son para pedirle que huyan hacia Bolivia, pronto, de cualquier manera. ¿Qué hará Lavalle? Todos lo saben –es inútil–, nunca ha huido en su vida, y se disponen a seguirlo hacia su último acto de locura.

Aquel jefe envejece por horas, siente que la muerte se aproxima. Aquel hombre de cuarenta y cuatro años tiene ya algo, en su manera de mirar, en sus espaldas agobiadas, en su fatiga, que anuncia la muerte. Sus camaradas contemplan con desconsuelo aquella ruina querida...

Piensa Miguel Pedernera,
mirando a su General:
“Lavalle, jefe valiente,
¿qué sueña tu corazón?”

Poncho celeste,
¡pena en el alma!

“Sueña, Lavalle, tu sueño,
sueña, mi buen General,
que nunca en tan mala hora
ha cabalgado varón”.

Poncho celeste,
¡pena en el alma!

Lavalle al norte cabalga,
la niña junto con él.
Con ellos los caballeros
de aquella triste legión.

Poncho celeste,
¡pena en el alma!

Piensa Félix Frías “Cid campeador de los ojos azules”. Piensa el Capitán Delía “Tu antepasado luchó contra el moro. El escudo de tu estirpe: un brazo empuña una espada, una espada que no se rinde, tampoco ahora se rendirá, es un hecho”. Piensa el ayudante Lacaza “Ahí marcha hacia la muerte el General Juan Galo de Lavalle, descendiente de Pelayo y de Hernán Cortés”.

Piensa el General Pedernera “Parece el harapiento fantasma de aquel Lavalle de la Independencia, cuántos años han pasado”. A Pedernera ahora todo le parece un sueño. Al menos, en aquel tiempo sabían bien por lo que combatían: combatían por la libertad de la patria grande. Aquella misma quebrada había oído los ecos de canciones heroicas bajo los pliegues de una sola bandera...

Somos los artilleros
que a la par del cañón
echan rodilla en tierra
los que a la guerra
van con valor.

Es que ha sonado el clarín,
allá voy a luchar
porque a nuestra bandera
mano extranjera
la quiere arriar.

Pero ahora ha corrido tanta sangre por los ríos de América, ha habido tanta lucha entre hermanos. “Ahí mismo –piensa Pedernera– nos persigue Orive ¿no peleó junto a nosotros en el Ejercito de los Andes? Y el valeroso Dorrego ¿no combatió junto al propio Lavalle por la libertad de la tierra americana?”. Contempla, sombríamente, los cerros gigantes como preguntándoles el secreto de la vida y de la muerte. Y Damasita Boedo piensa “General, querría que inclinases tu cabeza cansada sobre mí, como en el pecho de tu madre. El mundo nada puede contra un niño que duerme sobre el pecho de su madre. Mírame, dime que me quieres, dime que me necesitas”. Pero Juan Lavalle marcha reconcentrado en las cavilaciones de un hombre que se aproxima a la muerte “No es hora de mirar el simple mundo exterior. Ese mundo casi no existe, pronto será un sueño soñado”.

Ahora avanzan los rostros que han permanecido en el fondo de su alma, guardados bajo siete llaves, y sobre todo aquel rostro gastado que alguna vez fue un hermoso jardín y que ahora está cubierto de malezas, casi seco: “María de los Dolores” piensa y una melancólica sonrisa se dibuja sobre su cara muerta al recordar la mujer lejana, como cuando al remover las cenizas de un gran fuego extinguido se descubre el resto de una braza que nos da un último y modesto calorcito. Por unos instantes rememora aquellos años cuando todavía eran unos chiquilines, cuando los hijos aún no existían, cuando la desdicha y el tiempo y la calamidad todavía no habían cumplido su obra devastadora.

Damasita entreve aquella melancólica sonrisa, cree ver que sus labios se mueven, siente algo así como restos de una canción que surge de remoto fondo de su alma...

...Cuánto tiempo, cuánta pena,
ay, ay, ay, María de los Dolores...
Recuerdas el caminito
que recorríamos juntos.

...Cuánto tiempo, cuánta pena,
ay, ay, ay, María de los Dolores...

Y Damasita Boedo, que ha oído aquellos fragmentos de una canción, que le ha oído murmurar aquel nombre lejano y querido mira ahora hacia delante, los ojos cubiertos de lágrimas.

Ya van llegando a los aledaños de Jujuy. Lavalle ordena acampar. Él con su escolta irá a la ciudad –está enfermo, se derrumba de fiebre–, quiere encontrar una casa donde pasar la noche. Sus camaradas intentan disuadirlo, pero es imposible. Pareciera como si ese hombre se empeñase en provocar a la muerte. Con cansado fatalismo, ven alejarse a su jefe. Luego tienden sus monturas e intentan dormir.

En la alta noche, Pedernera cree oír disparos, pero acaso han sido imaginaciones suyas. Se vuelve sobre su montura. Trata de dormitar de nuevo, pero no puede. Algo aciago parece adivinarse en las tinieblas. Visiones de sangre lo atormentan. Termina por levantarse, camina entre sus compañeros –muchos son los inquietos–, quizá más de uno siente como él. Se llega hasta el centinela. Sí, también él oyó los disparos –o cree haberlos oído– hacia allá, hacia la población. Pedernera entonces se alarma, despierta a sus camaradas, opina que deben ensillar y mantenerse alerta. Así pasan un tiempo de angustiosa espera hasta que oyen el galope de caballos que se acercan. Son dos tiradores de la escolta que llegan gritando “¡Han muerto al General!”.

Por un momento los hombres de la legión quedan paralizados, luego se lanzan hacia la ciudad y la tierra desprendida por el furioso galope se pega sobre aquellas caras endurecidas por la desdicha y ahora mojadas por las lágrimas. Encuentran el cuerpo cubierto de sangre. Arrodillada junto a Lavalle, llora Damasita Boedo. Un poco apartado, el Sargento Sosa parece un hombre que ha perdido a su único hijo...

Tu combate ha terminado,
adiós General Lavalle
sean testigos de este duelo
las montañas de este valle.
Guarda mi llanto, oh corazón.

Ay, año cuarenta y uno
los pueblos se han desolado
por tanta cruenta batalla
tantas madres han llorado.
Guarda mi llanto, oh corazón.

De las desgracias rodeado,
provincias peregrinando.
Qué estrella te alumbraría.
Cerros y valles penando.
Guarda mi llanto, oh corazón.
phone 

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